A la niña hay que matar
de asfixia de ruido,
sumirla en un mar de cantos de aves
y abandonarla.
Ponderar entre sus huesos
y los rivales de su gracia.
Colocarla entre paños
en medio de la avalancha.
Desmenuzarla,
hacerle polvo y pesarla en la balanza.
Que su cabello fino,
no se caiga,
no se ensucie,
no se salga.
A la niña hay que buscarla
entre tus faldas, escondida en el refugio de tus nalgas.
Dividirle entre ceniza
y melaza.
Hacer que su cuerpo avance
entre mi hambre
y mi desgracia.
A la niña recién nacida,
y a la de cinco meses,
hay que buscarle un nombre
que suene y que complazca,
cuantas veces ella nazca.
¿Cuántas veces has parido?
¿Cuántas veces la has parido sin que siembre en ti de nuevo la infancia?
¿Cuántas veces ha causado un incendio en tu escasa don de madre o de madrastra?
Que caiga,
que caiga,
la santa niña virgen
en mi cama,
que suene y que rebote entre las ranas,
entre tanto animal deforme en la comarca.
La musaraña,
que se trague a la niña envidia,
la niña danza.
La niña peregrina en la matanza,
la niña de ayahuasca y de hojarasca,
la pobre niña fina hecha de máscaras de odio que se aleja hacia las palmas
tras un sonido espeso que descarna
el sentimiento que quiero que me salga
y que se caiga,
como la niña
de porcelana.
lunes, 19 de enero de 2009
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