Como una devastación y un franqueo,
las heridas de la noche y el ardor mutuo.
Algo está quebrado, -dices.
Los vacíos del espanto son puertos finales
en los desvaneceres del vientre.
Algo viene a mi que asesina el futuro,
queda una cuita en la mirada
y un sopor incesante
que anuncia vigilia.
No queda mucho por decir, y sin embargo
las alucinaciones postreras han sitiado insensibilidad
y un espasmo nervioso,
yo que ya no tengo sino rencor
del asco del mundo.
Hay un desdentado que camina sobre nosotros,
cadáveres acostumbrados a ver el infierno desde abajo,
dos incisivos suspendidos del vacío
como una máscara sorprendida asistiendo a su propio entierro,
famélico,
su propio montón de huesos apilados sobre un panteón romano
donde se hunden las palabras.
Lo siniestro
de perderte y borrar mi imagen,
disoluta a los ojos de los hombres
devastada a los propios,
ruinas ancestrales de una marioneta
que jamás hecho a andar.
El dolor del mundo está posado en tus ojos
y yo solo encuentro manicomio para defenderte
de la peste.
La piel se confunde en la cicatriz,
ya las hordas de los ejércitos ajenos
reclaman el féretro infractor,
los deudos de los muertos y
sus trastos inútiles,
la nostalgia de la que se alimentan los leprosos.
Una vida que se consume en una sílaba,
mientras el hijo alcohólico asesinaba
con la misma precisión como pisaba colillas.
Ningún rastro que nos encuentre,
ningún fulgor de llamado,
ninguna voz.
Solo niebla,
solo deseo de una bala atómica,
solo pasmo sobreviviendo a la ceguera,
abstracciones de la fiebre y el temblor
de la sombra y su reflejo hueco.
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